Joaquín Sabina estaba dispuesto y eufórico. El público, entusiasmado, había soportado dos horas de fila bajo la persistente llovizna. A la mayoría no le hubiera importado mojarse: varios viajaron muchos kilómetros y volvieron amargados; la desazón y la indignación aumentaron entre quienes se resistían a dejar la vereda del Monumental. A la hora señalada, la suerte estaba echada y apenas garuaba. Así es Tucumán, que sigue sin tener un lugar adecuado para shows de esta magnitud.